“La verdadera bondad del hombre solo puede manifestarse con absoluta limpieza y libertad en relación con quien no representa fuerza alguna. La verdadera prueba de la moralidad de la humanidad (situada a tal profundidad que se escapa a nuestra percepción) radica en su relación con aquellos que están a su merced: los animales”. Milán Kundera. La Sala Plena de la H. Corte Constitucional, rechazó la demanda que buscaba prohibir la corrida de toros. El magistrado ponente defendió esas prácticas sobre la base que representan “una tradición arraigada y respetable”, mostrándose de acuerdo con su legitimidad. La posición del togado coincidió con el concepto emitido por el Procurador General de la Nación, quien señaló que esas actividades son “expresiones culturales, artísticas que identifican a los colombianos”. En un Estado de Derecho, no podemos menos que acatar los fallos del máximo Tribunal Constitucional, empero, conveniente resulta hacer unas respetuosas acotaciones. Es fundamental entender que el principio moral básico de tener la misma consideración de intereses no se agota en el “homo sapiens”, sino que se hace extensivo a la especie animal. Negarse a aceptar que el principio de igual consideración es aplicable a otras especies, es un prejuicio tan condenable como los basados en la raza o en el sexo de una persona. La pregunta no es ¿pueden razonar?, ni tampoco ¿pueden hablar?, sino ¿pueden sufrir? Si la respuesta es afirmativa, no existe justificación para negarse a tener en cuenta ese sufrimiento. El dolor mientras sea del mismo tipo y de la misma intensidad, tiene la misma gravedad si se inflige a un ser humano o a un animal. Los anti-especistas consideramos inadmisible la discriminación arbitraria de otros animales por el simple hecho de pertenecer a una especie distinta a la nuestra, ya que la relevancia moral no está determinada por la inteligencia, sexo, raza, religión, sino por la capacidad para experimentar placer y dolor. A este propósito, el filosofo británico Jeremy Bentham (1748-1832) puntualizó: “Si un ser sufre, no puede existir justificación moral para rehusar tomar ese sufrimiento en consideración. No importa la naturaleza del ser, el principio de igualdad requiere que su sufrimiento se considere igual al sufrimiento de cualquier otro ser. Quizá llegue el día en que se reconozca que el número de patas; la pilosidad de la piel o la terminación del hueso sacro son razones insuficientes para abandonar a un ser sensitivo al capricho del torturador”. No interesa qué tan arraigada se encuentre una tradición, si ésta atenta contra los principios morales, debemos reconsiderarla. Defender la tauromaquia por su remoto origen (argumentum ad antiquitatem) es sugerir que aquello que siempre ha sido, debería seguir siendo, lo cual sin mayor explicación, representa una falacia. Si la tradición es motivo para mantener las corridas de toros, bajo ese criterio cabría, perpetuar la esclavitud, el racismo, la homofobia, el machismo y la corrupción, que también han sido patrones sempiternos. El error con envejecerse no se transfigura nunca en verdad o en virtud. En toda tradición cultural, hay hechos y manifestaciones que con el tiempo se consideran inapropiadas para una sociedad que progresa. La sensibilidad va unida al desarrollo de la civilidad. Alguien dijo que el toreo era el último escollo de una humanidad sin civilizar. Quemar el hereje en la hoguera fue una conducta aceptada, hasta que un día la civilización decidió que era una conducta repudiable. La revisión de nuestras tradiciones implica un proceso de reconversión y restructuración que es solo un ingrediente de todo progreso social y de una sociedad coherente, con principios de igualdad, paz, solidaridad y justicia. Si estos valores se quiebran, poco importa que la actividad aparezca gravada en la cueva de Altamira y en su arte rupestre. Mientras nosotros permanecemos aferrados a una supuesta tradición ancestral, varias ciudades, comunidades autónomas y ayuntamientos de la madrasta patria que nos legó tan repugnante práctica ya se declararon anti-taurinos (Barcelona, Islas Canarias, Cataluña, etc.). La corrida de toros no es solo la salida al ruedo del animal para enfrentarse al jifero vestido de luces que lo espera en la arena. Mucho más allá de eso, hay una serie de detalles e incidencias que los incautos deben conocer para detestar esta salvajada denominada “fiesta brava”. Desde antes de salir al ruedo comienza el suplicio: el astado es introducido ( sin agua ni comida) en un oscuro cajón tan estrecho que lo obliga a llevar la cabeza ladeada durante los días que dura el transporte. Como el animal sufre altos niveles de estrés, en ese trayecto suele perder entre 40 y 50 kilos. En las preliminares, los toros reciben continuas agresiones con sacos de arena hasta quedar desriñonados, fortísimos laxantes les causan diarreas sanguinolentas que les abrazan el intestino y les extenúan hasta el punto de apenas sostenerse en pie. El veterinario en jefe de la Plaza de las Ventas de Madrid reveló que los semovientes reciben purgas de 25 kilogramos de sulfatos, cuando tan solo 4 kilogramos sería una sobredosis. La misma fuente desveló que los toros son sedados con frecuencia usando “combilin”, un fármaco hipnótico que produce falta de coordinación del aparato motor. Para impedir que el bovino permanezca estático se le practican incisiones en las pezuñas, vertiendo en ellas aguarrás o trementina quemante, las puntas de los cuernos son limadas (afeite), en tanto que los ojos embadurnados de vaselina o rociados con aerosol lograrán que la visión del animal sea borrosa, facilitando así la labor del matador. Como si esto no fuera suficiente, bolas de algodón o de papel higiénico se introducen en sus fosas nasales, haciendo su respiración tremendamente fatigosa. Otra precaución tomada en cuenta, es colgar sacos de arena en el cuello durante horas. Ya en el albero, producida la primera herida al clavarse en su flanco el anzuelo de la divisa, el picador procede a hundir un grueso clavo piramidal al extremo de una vara. Una, dos, tres veces, el instrumento puntiagudo, triturará los músculos del cuello, destrozando fibras, rompiendo venas, tendones y ligamentos. Tres pares de banderillas o rehiletes vienen después a las mismas heridas de los puyazos, provocando un insoportable martirio. El toro exhausto e implorante entre la fanfarria, redobles y la algarabía de un gentío –generalmente bajo el influjo de brebajes espirituosos– otea inútilmente la salida que lo conduzca a la dehesa. En el entretanto, el torero jactancioso se pavonea, echando afuera el pecho. Por su parte, el toro intenta escapar, arrimándose a las tablas, pero su suerte está sellada. Acto seguido el diestro (léase siniestro) apunta con la espada de casi 1 metro al dorso del animal para horadarle el corazón. La estocada precisa corta la aorta y ocasiona la muerte del herbívoro. No es infrecuente que en varios intentos fallidos se perfore la pleura, astillen los omoplatos y pinchen los pulmones. El toro se ahoga en vómitos de sangre de sus bofes congestionados. En medio del delirio, el matarife pide a los cuadrilleros el estoque de descabellar y con él le pincha entre las vértebras. La víctima cae todavía con la cabeza en alto. Otro infame verdugo se acerca por detrás y le asesta la puntilla, paralizando al cuadrúpedo. Generalmente el animal permanece vivo cuando le arrancan las orejas y la cola y vivo todavía cuando entra al desolladero. Apéndices calientes y palpitantes, son los que estos hijos del averno llaman trofeo. Así –en homenaje a la virgen de La Macarena– se masacran 6 toros cada tarde, en cada temporada. Por supuesto que los tauricidas niegan tanta obscenidad. En palabras del Presidente de la Asociación Vegana Española, Francisco Martín “no hay nada tan patético como una multitud de espectadores inmóviles presenciando con indiferencia o entusiasmo el enfrentamiento desigual entre un noble toro y una cuadrilla de matones desequilibrados destrozando a un animal inocente que no entiende la razón de su dolor…”. Víctima también de ese abominable ritual, los caballos de los picadores tiritan de miedo y el pánico hace que se inmovilicen en el callejón, sin querer entrar al ruedo. Para conminarlos a seguir, les aplican descargas eléctricas en los genitales o se los queman con periódico ardiendo. Un trapo venda los ojos del corcel para ocultarle la visión de la estampida. Un peto de lona lo defiende en parte de las cornadas, pero no evita que los 600 kilogramos del toro, lanzado a la carrera, le fracturen varias costillas en la colisión. Si el equino cae, el toro le corneará el vientre, desparramando los intestinos por la arena. Como se ve, no hay razón para defender la pervivencia de tanta infamia. Los que estamos persuadidos de que los animales también tienen derecho, no debemos asistir a esta ordalía, macabra representación de horror y sufrimiento, así rebajen el precio de la entrada u obsequien los pases de cortesía. Solo así se puede drenar el status quo taurino. Si no hay demanda, no hay oferta. Renunciemos al papel de tiranos y proscribamos la lidia de toros. En torno a esta temática, don Juan Carlos I de Borbón, Rey de escopeta al hombro que mata a mansalva ciervos, lobos y osos, que una diligente servidumbre y genuflexos le ponen a su alcance para solaz del soberano, sostuvo recientemente que la tauromaquia “es un mundo cultural y artístico fecundo.” Si “Su majestad” (así lo seguimos llamando después del bicentenario del grito de independencia) se está refiriendo al conjunto de todas las formas o modelos a través de los cuales una sociedad se manifiesta, razón le asiste, como cultura son las costumbres y patrones de la época de su antepasado Fernando VII (el déspota que originó la guerra de independencia) ora el circo romano de Calígula y Nerón, pero si por cultura debemos entender la práctica de actividades relacionadas con el cultivo del espíritu humano, desarrollo y perfección de las facultades sensibles e intelectuales del individuo, el aserto del monarca no es más que un sofisma. Hace 21 siglos los bárbaros que se preciaban de cultos asistían al circo romano, hoy van a las corridas de toros. El término cultura proviene del latín cultus que significa cuidados del campo o del ganado. Es un fenómeno distintivo de los seres humanos que los coloca en una posición diferente al resto de los animales. La cultura da al hombre la capacidad de reflexionar sobre sí mismo. Cultura es todo aquello que contribuye a volver al ser humano más sensible, más inteligente y más civilizado. Es ella la que hace de nosotros seres específicamente humanos, racionales, críticos y éticamente comprometidos. A través de ella, discernimos los valores y tomamos opciones. Cultura no puede ser una orgia sanguinolenta, un espectáculo que martiriza a seres vivos por diversión, con el único respaldo intelectual del derecho que da poder hacerlo. El organismo rector en materia de cultura, la UNESCO, emitió su opinión al respecto: “La tauromaquia es el malhadado y venal arte de torturar y matar animales en público y según unas reglas, traumatiza a los niños y adultos sensibles. Agrava el estado de los neurópatas atraídos por estos espectáculos. Desnaturaliza la relación hombre-animal. En ello, constituye un desafío mayor a la moral, la educación, la ciencia y la cultura“. La tauromaquia tampoco es arte. No tiene intención estética torturar una criatura con todo tipo de elementos punzantes, mientras su sangre mana a borbotones. El arte es un proceso de creación que da vida, no la aniquila. Es curioso que el hombre mate en nombre del arte. Ah, que ha servido de tema para que el pintor y escultor Fernando Botero realice esplendidas obras de arte – como lo sostuvo nuestro Procurador General de la Nación – es cierto; no obstante las torturas de prisioneros de guerra en la cárcel de Abu Ghraib también han sido fuente de inspiración del connotado artista antioqueño y no por ello podemos exaltar las acciones ignominiosas perpetradas por soldados estadounidenses en la citada prisión al oeste de Bagdad. Ahora bien, si por arte se entiende la cualidad o habilidad para hacer una cosa, forzoso deviene reconocer que la Honorable Corte Constitucional, el Procurador General de la Nación y Su alteza, tienen razón cuando afirman que la tauromaquia es un arte: El arte de la crueldad.
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